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Cómo nos habla Dios

30 diciembre, 2016 by Julio Hurtado Leave a Comment

Homilia
25/12/2016

 

Posiblemente todos los creyentes nos hemos preguntado alguna vez, por qué Dios nos habla y se manifiesta de una vez por todas, con total claridad, con evidencia, con poder, de modo que nadie pueda resistirse a su presencia y todos queden finalmente convencidos de su existencia.

Pues bien, la segunda lectura de hoy, día de Navidad, viene a ser como una respuesta clara a esa pregunta (que tiene dejes de reproche y de exigencia). Dios nos ha hablado muchas veces, de muchas maneras, de todas las formas posibles. Y, finalmente, de una vez por todas, nos ha hablado por medio de su Hijo. Ese “en distintas ocasiones” y “de mucha maneras”  significa que Dios nos ha avisado, llamado, sugerido, que ha llamado nuestra atención, para que pudiéramos escuchar bien lo que, de una vez por todas, nos quería decir. De hecho, cuando queremos decir algo importante, primero tratamos de llamar la atención de nuestro interlocutor, para que nuestras palabras no caigan en saco roto.

Cuando en la carta a los Hebreos se dice “en esta etapa final”, podemos entender que se trata de ese mensaje dicho “de una vez por todas”, con voluntad de decir las cosas sin que quepa la duda, con evidencia, de manera convincente y definitiva. De hecho, es Él mismo en persona quien ha venido a decírnoslo. Dios mismo en la Persona del Hijo es la Palabra que ha venido a visitarnos, que ha puesto su tienda entre nosotros, que ha asumido nuestra carne, “traduciendo” a lenguaje humano el mensaje del Dios eterno.

Y, ¿qué ha venido a decirnos? La mención del Hijo de Dios no es en absoluto ociosa. Jesús, nacido en Belén, es el mensaje y el mensajero. Si es el Hijo viene a decirnos que H es el ﷽﷽ensaje y el mensajero. Si es el Hijo viene a decirnos que o a visitarnos, que ha puesto su tienda entre nosotros, que Él es el Hijo amado del Padre y que nosotros también podemos ser hijos de Dios. En una palabra, viene a decirnos que Dios nos ama, que nos ama incondicionalmente, y que quiere incluirnos dentro de sus relaciones familiares.

Puede ser que esta forma de hablarnos Dios “finalmente”, no nos parezca tan convincente, pues es así que muchos la rechazan, la ignoran, la desconocen, incluso la desprecian. Pero si pensamos así es que no hemos entendido del todo (ni en parte) el mensaje. Porque lo que le estamos pidiendo (medio reprochándole, medio exigiéndole) es que se imponga con fuerza y con poder, y doblegue así a los rebeldes y refractarios.

Pero, ¿puede el Amor imponerse por la fuerza? Por la fuerza pueden imponerse unas ideas, una ideología, incluso, hasta cierto punto, una moral. Se puede obligar a la gente a que piensen de determinada manera, o a que se comporten de cierto modo. Pero Dios no ha venido ha hablarnos de esas cosas. No ha venido a convencernos de ciertas ideas o teorías verdaderas, no ha venido a decirnos cómo tenemos que comportarnos (y, claro, cómo no debemos comportarnos). No ha venido a someternos, castigarnos, amenazarnos o asustarnos. Si fuera así, entonces si podría hablar de manera que debiéramos someternos a su poder, por las buenas o por las malas. Pero no es ese el poder de Dios, el poder humano, el poder carnal, el poder que tantas veces se manifiesta en la capacidad opresiva o destructiva.

Dios ha venido sólo a decirnos: “te quiero”, “os quiero”, “con amor eterno te he amado” (Jr 31, 3). Ha venido a dar, a darse, a sanar, invitar, a iniciar una amistad. Se trata de un poder positivo, que no hace ruido, que se hace cercano, accesible. Habla claro, pero desde el respeto de nuestra libertad. Por eso  podemos rechazarlo, desoírlo, despreciarlo. “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”. Pero podemos también aceptarlo, acogerlo, hacerlo nuestro. Y entonces nos hacemos partícipes de ese poder benéfico, constructivo, el poder del amor: nos da el poder de ser hijos de Dios.

Es importante entender bien lo que se dijo antes de las ideas y del comportamiento moral. El amor no es una realidad irracional, carente de lógica, ni tampoco indiferente a nuestro modo de actuar. Pero Dios no trata de inducirnos ideas, o de imponernos normas como condiciones de su Amor. No ama sin condiciones, nos ama hasta el extremo, y nos dice y comunica ese Amor. Lo hace por medio de su Hijo, que es el Logos (razón y palabra) de Dios. Pero es claro que el amor es una relación que quien acoge el amor incondicional de Dios se conforma a la mente de Dios (cf. 1 Cor 2, 16), y al unirse a Cristo debe vivir como vivió Él (cf. 1 Jn 2, 6).

Los que reciben el poder de ser hijos de Dios se convierten en mensajeros que anuncian la paz, que traen la Buena Nueva, que testimonian a Cristo. No son ellos mismos la luz, pero como el profeta Juan, son enviados por Dios a sus hermanos para dar testimonio de la luz, para decir a todos que también ellos son amados por Dios, para que vengan a la fe en Aquel ha puesto su tienda entre nosotros.

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El Centro del Mundo

30 diciembre, 2016 by Julio Hurtado Leave a Comment

Homilia
25/12/2016

 

¿Dónde está el centro del mundo? Muy posiblemente, cuando vemos o escuchamos las noticias, o simplemente pensamos en los acontecimientos de nuestro mundo, nos embarga la sensación de que nos encontramos muy lejos de ese centro, de los lugares importantes en los que se decide el curso de la historia. En esos centros (Washington o Nueva York, Moscú, tal vez Madrid, o, a escala menor, la capital de provincia) viven gentes importantes, las que tienen el poder, las que salen en las noticias y deciden el rumbo de la historia, el destino del mundo y de la gente. Nosotros, en cambio, nos sentimos en la periferia, en lugares marginales, porque nosotros mismos somos, en cierto sentido, personas insignificantes (nada va a cambiar con o sin nosotros), o, al menos, escasamente significativas. Poco importa que vivamos geográficamente en alguno de esos centros. Pertenecemos a esa masa de personas que participan de las grandes decisiones de los poderosos sólo como sujetos pasivos, a veces, incluso, como víctimas, que sufren las consecuencias de aquellas decisiones.

Pero hoy hemos escuchado otras “noticias”, y hemos podido descubrir otro punto de vista. La mirada de Dios se ha dirigido desde uno de esos grandes centros, el más importante en la antigüedad, Roma, a algunos de los innumerables lugares periféricos en los que habitan personas anónimas, insignificantes, las que no deciden, pero padecen las decisiones de los importantes. Al desplazarse de eso modo, Dios nos ha querido decir que la verdadera historia, la que realmente importa, discurre por cauces muy distintos de los que deciden los poderosos desde sus centros de poder.

El evangelista Lucas ha partido de Roma, sin nombrarla, y ha mencionado que Augusto, el primer César que se declaró divino, tomó una decisión (hacer el censo del mundo entero), dirigida posiblemente a medir y afirmar su propio poder, sin reparar en los trastornos y sufrimientos que había de acarrear a muchísimos, especialmente a los más pobres. Pero esa orden “al mundo entero” da ocasión para que Lucas nos haga caer en la cuenta de que la mirada de Dios está pendiente de otros lugares, de otras gentes. Precisamente de lugares periféricos, desconocidos, como Nazaret y Belén; de personas insignificantes a los ojos de este mundo, como José y María. Y es ahí donde descubrimos una centralidad para la que los poderes de este mundo son ciegos. Ahí se están fraguando las decisiones de Dios. Mientras que las del César y de los poderosos de este mundo de todos los tiempos son decisiones que, aunque tal vez no siempre, con frecuencia provocan sufrimiento, oprimen a muchos, son injustas o violentas, sirven a intereses particulares y no siempre limpios, estas otras, las que proceden de Dios, aunque mucho menos ruidosas, generan vida, alegría, traen salvación y justificación.

María y José deben someterse a los mandatos del César y, pese a su difícil situación (María esta embarazada), deben ponerse en camino. Es claro que son pobres entre los pobres, pues si hubieran tenido dinero en cantidad, habrían encontrado lugar en la posada. Pero es en esas personas pobres, marginales, víctimas de los poderes de este mundo, y no en el César Augusto, en las que se está decidiendo el destino de la humanidad. En ellos está el centro del mundo a los ojos de Dios, y ellos son para Él los verdaderamente importantes y significativos.

María y José caminan por la oscuridad del mundo, pero no se pierden, ven una gran luz, la llevan ellos consigo.

Y ellos se convierten en signo de esperanza para todos los pobres y marginales de este mundo, para los que no cuentan, para los que sufren las consecuencias de las decisiones de los poderosos, para todas las víctimas de la historia.

Encarnan esa pobreza y marginalidad los pastores. Viven al raso, a la intemperie, fuera de la ciudad. Y su marginalidad se refuerza por la mala fama que tenían en aquel tiempo. Pero están despiertos, en vela, y, por eso, son capaces de ver a Ángeles que les anuncian buenas noticias. El centro del mundo está allí donde los cielos se abren y se comunica una gran alegría, el cumplimiento de las promesas, el nacimiento del Salvador del mundo. Y lo notable es que estos pastores creen en el signo de todas esas grandes y transcendentales noticias: simplemente un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Los acontecimientos grandes y decisivos se deciden con frecuencia en los pequeños detalles, y pueden captarlos sólo aquellos que tienen la capacidad de ver lo grande en lo pequeño, de creer que la vida y la salvación florecen en la marginalidad, que es centralidad a los ojos de Dios.

Nosotros, hoy, seguimos caminando en la oscuridad. Y es así porque “no había para ellos sitio en la posada”, es decir, porque se acoge el mensaje de amor y salvación que Dios nos dirige en los pequeños signos (el niño en pañales, el agua del bautismo, el pan y el vino de la Eucaristía, la palabra escuchada y acogida…); muchos ni siquiera saben aún que en Belén ha nacido el salvador.

Pero si nosotros nos consideramos del grupo de los pastores que creen en los signos que nos envía Dios, y hemos venido a adorar al Niño, entonces podemos y debemos convertirnos en ángeles que anuncian a todos una gran alegría; podemos y debemos realizar signos (las obras del amor) que hacen visible la gracia de Dios; podemos y debemos ser luminarias, reflejos de esa gran luz que ilumina la oscuridad, para que muchos, que continúan caminando en tinieblas, vean la estrella que les dirige a Jesús, nacido en Belén, envuelto en pañales y acostado en un pesebre.

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No tenemos que seguir esperando

14 diciembre, 2016 by Julio Hurtado Leave a Comment

Homilia 11-12-2016

El tercer domingo de Adviento es una llamada a la alegría por la proximidad de la Navidad, de ahí que tradicionalmente se le llame domingo “Gaudete”, “alegraos”. En Rusia, cuando empieza a apretar el frío, hacia mediados o finales de octubre, la gente suele decir “huele a nieve”. En este Domingo de Adviento “huele a Navidad”, ya casi se toca el nacimiento de Jesús. Y, como dice el refrán, lo mejor de la fiesta es la víspera, porque ya empezamos a sentir anticipadamente la alegría que ésta trae consigo. El personaje principal que llena la escena es Juan el Bautista, el Precursor. Él es el profeta que anuncia la cercanía de Cristo. En esto se manifiesta su verdadero carácter de profeta. Profeta no es el que “adivina” el futuro (los adivinos, de hecho, estaban prohibidos en Israel), sino el que es capaz de descubrir los signos de la presencia de Dios allí donde los demás no son capaces de hacerlo. Pero el profeta abre los ojos a los demás, no se guarda para sí su clarividencia, sino que la sabe al servicio de todos.

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Fiesta de la Sagrada Familia

18 diciembre, 2015 by Julio Hurtado Leave a Comment

Madrid celebra la fiesta de la Sagrada Familia los días 26 y 27 de diciembre

 

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Un año más, la diócesis de Madrid celebra la fiesta de la Sagrada Familia los días 26 y 27 de diciembre, con el lema Familia, hogar de la misericordia. Con este motivo, el arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, ha dirigido una carta a los sacerdotes, familias, asociaciones y movimientos familiares de la archidiócesis, en la que les explica que «Jesucristo hace partícipe a cada familia cristiana del don de su amor misericordioso que, como nos enseña el Papa Francisco en la bula Misericordiae Vultus, “abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre, no obstante el límite de nuestro pecado”. Por tal don, la familia es el hogar de la misericordia, donde se puede vivir la fidelidad de un amor que perdona siempre y crece en el medio de las alegrías y de los sufrimientos».

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